lunes, 17 de marzo de 2008

Osvaldo Navarro

Osvaldo Navarro
La muerte llega, salvaje, traicionera y cruel. De un zarpazo, el pasado jueves 7 de febrero se llevó a mi amigo Osvaldo Navarro, poeta, novelista y una de las almas más puras del exilio cubano. Fue todo repentino y rápido, me dijo Elena Tamargo, la mujer –también poeta- con quien estuvo casado durante treinta agitados años, compartidos entre Cuba, la Unión Soviética, México, Miami y de nuevo aquí, donde terminaron sus días de creación y angustia. Sus cenizas quedaron, provisionalmente creo, en un cementerio de Miami, hasta que finalmente vuelvan, en un día no tan lejano, a la tierra natal que tanto amó, con la admiración y el reconocimiento de todos los cubanos. Habrá allá en la isla, como en el exilio, el homenaje y la gloria para quien sin duda fue el poeta más notable de toda una generación dispersa por la tormenta social y el dolor de los tiempos.
Osvaldo Navarro era un guajiro de corazón indócil y entrega absoluta a la nobleza del mundo. Casi un niño, se enroló en la causa de una revolución que prometía hacer de su patria el paraiso del hombre. Estuvo entonces dispuesto a morir en un absurdo holocausto nuclear, por una falsa ilusión en la que, como tantos, creyó con honradez. Pero, más que un soldado, él llevaba en la frente la marca ardiente del artista, y tenía en la garganta la voz profunda y el canto popular de la cubanía. Desde joven, enamorado del amor y entregado a la lírica existencial, publicó varios libros de poemas, entre los cuales brillan las formidables décimas de Xabaneras (1996), obra que, bajo la advocación de Martí, refulge con una impresionante luz propia: “Aquí se ve que te vas /por el bultico en los hombros. /Una montaña de escombros /es lo que dejas detrás. /Hundido en tu madre estás/ para cubrirte del frío. /Queda un espacio vacío /para un fotógrafo ignoto. /Quién hará por mí esa foto /donde te abrazo hijo mío”. Era ya el duro trance del exilio, un dolor del que nunca pudo librarse.
Osvaldo conoció y sufrió inmensamente el engaño del mundo. Se entregó primero a la utopía, y puso la vida misma en la bandera del sueño. Pero nadie como él pudo describir mejor la tragedia del desencanto. Fue capaz de enterrar el corazón y echar a volar las cenizas de su vana fantasía. Supo morir en la cruz de la memoria; cantar desde la herida que impía lo desgarraba; exponer en verso libre a fariseos; hacer de la palabra un dedo acusador; dejar en un libro el alma triste y la ilusión perdida; poner por escrito el testimonio de una fallida aventura a la que entregó, sin vacilar, la entraña tibia, el ojo palpitante y las manos limpias del trabajo noble.
Sólo un poeta como Osvaldo Navarro pudo hacernos temblar con una novela como Hijos de Saturno (2002), mostrarnos los abismos del discurso político, la naturaleza oscura de una retórica que finalmente estaba vacía, destinada a disimular –cual sepulcro blanqueado- la osamenta podrida de un sistema falaz. Sólo Osvaldo pudo narrar desde dentro el problema crucial de millones de cubanos que, habiéndolo dado todo por una revolución supuestamente redentora y justa, terminaron por comprender que fueron hábilmente manipulados, usados como piezas de un aberrante ajedrez del Poder. Ése es el drama que enfrentó Navarro, hijo legítimo de Saturno, a quien un profeta mendaz trató de hacerle creer que la justicia era imposible sin la violencia; y el sacrificio eterno debía ser el destino eterno del socialismo eterno.
Como novelista, Osvaldo alcanzó su mayor registro en Hijos de Saturno, una obra que cuenta la historia de esa historia que todavía no termina y que acaso nadie podrá contar en toda su dimensión humana. Escrita con sangre, y probablemente con lágrimas, como siempre ocurre a quien mucho ha amado y dado de sí, la novela narra la vida del comandante Eustaquio de la Peña, un hombre que luchó primero contra una dictadura y terminó contribuyendo, sin saberlo, al establecimiento de otra dictadura. A través de este personaje llano y al mismo tiempo complejo, enamorado de la tierra, semental de la mulata Engracia y de la razón esencial de la existencia humana, que es la libertad; por medio de este comandante de la naturaleza, pasa como un relámpago la historia de Cuba, hecha de frustradas esperanzas y notorias traiciones, amarga como la hiel cuando debiera ser tan dulce como la caña y airosa como la palma.
En Eustaquio de la Peña, como en el propio Navarro, en el hombre anónimo y el ciudadano común de nuestro pueblo, se resume la tragedia del verdadero héroe, del individuo sencillo que una mañana quiso levantar el sol, sembrar la paz, cosechar los sueños, construir no tanto el paraíso imposible, sino la patria digna donde todos trabajen y ninguno se crea para siempre el jefe. Aquel personaje es simbólico y sin embargo real, verosímil, doloroso, hecho de tantos hombres y mujeres que creyeron firmemente en la utopía y de repente se preguntan, asombrados de su propia culpa, cómo fue posible tanto engaño, tamaña apostasía, semejante tolerancia a un espurio Saturno cuya voracidad se fue tragando, uno a uno, a los hijos que nacieron de la fe y desnudos se flagelan ante todos. Osvaldo Navarro logró penetrar el punto neurálgico de más de una generación victimada por la más grande estafa ideológica del siglo veinte en América Latina. Porque sólo el poeta mira y compadece el alma de los engañados, y con la pluma de angustias escribe, recuerda y recrea los nombres triturados de la quimera arruinada.
Todo era Cuba para este hombre sencillo, depresivo y dulce, transido por la tragedia y la ausencia del suelo donde plantó los sonetos y hacia donde miraba en todo momento su obra de horror y nostalgia. Todo estaba allá, donde el poeta abrió los ojos y pensó que no había nada más hermoso en el mundo; el lugar en el que aprendió el ritmo de la poesía y escribió su primera novela, sobre el Caballo de Mayaguara, personaje también de trágico fin. Todo era por Cuba, para Cuba, porque Osvaldo nunca renegó, sino que siempre reivindicó sus raíces, jamás olvidó el paisaje, ni al amigo, ni al cruel que le arrancó el corazón con que hasta hace poco vivió.
Pronto se publicarán otros libros suyos, ahora póstumos, siempre vitales, tanto de poesía como de ensayo, en particular Las paces con Martí, un texto que generosamente me hizo llegar unos meses atrás. Quedan en mi corazón sus obras, el recuerdo imperecedero de su bonhomía, el sabor del ajíaco insuperable que cocinó algunas tardes de abril aquí, en el Desierto de los Leones, tan lejos de allá, donde entre la amistad, el ron y los versos reconstruíamos un pedazo de la isla sagrada. Todo seguirá existiendo, aún en la desolación de su ausencia física, porque Osvaldo Navarro cumplió con la obra de la vida. Adios, querido amigo. Honor a quien honor merece.

Marzo de 2008

1 comentario:

Adriana Stein dijo...

Me conmovió mucho tu artículo. Llegué a tu blog a través de un texto de Odette Alonso en thebigtimes, con bellísimos fragmentos de Osvaldo Navarro.Gracias por expresar con tanta lucidez como vehemencia esa sensación de impotencia que nos habita por haber sobrevivido a nuestros sueños rotos.Te sigo leyendo,
adriana
www.adrianastein.blogspot.com
(ultimos poemas a buenos aires)