domingo, 8 de febrero de 2009

Juan Bosch, cien años de siempre

Juan Bosch, cien años de siempre
El mundo era diferente hace cien años, cuando nació Juan Bosch en La Vega, República Dominicana, el prodigioso escenario por donde empezó el Nuevo Mundo. En 1909, la antigua Quisqueya había atravesado un largo y doloroso proceso histórico de colonización, partición, independencia, subyugación y tiranía que no pudieron impedir Juan Pablo Duarte y los demás fundadores de la nacionalidad dominicana. Muy temprano advirtió el joven Bosch que el mito de Pandora, hecho realidad en su tierra natal, no se reducía a la apertura de todos los Males del universo, en este caso el analfabetismo, el atraso secular, la supeditación al invasor o al caudillo local, sino que en el fondo de aquella mítica caja debía buscar la mariposa azul de la Esperanza. Era necesario elegir entre la aceptación pasiva de la situación o la lucha consecuente por la transformación positiva de la realidad.
Poco antes, Eugenio María de Hostos había fundado la Escuela Normal, impulsando notablemente la educación en el país que siempre consideró como su segunda patria. Todavía vivía Manuel de Jesús Galván, autor del Enriquillo, monumento de la literatura dominicana. Pedro Henríquez Ureña se encontraba en México, donde fue, sin lugar a dudas, una figura central de inspiración para el grupo de jóvenes que con el Ateneo abrirían aquí las rutas de la modernidad. En torno a esa primera década del Veinte nacieron el también dominicano Manuel del Cabral; el puertorriqueño Luis Palés Matos, el haitiano Jacques Roumain, los cubanos Alejo Carpentier y José Lezama Lima, el martiniqués Aimée Cesaire y otros muchos poetas, escritores e intelectuales que iban a colocar al Caribe -frontera de todos los imperios, como lo describió el propio Bosch muchos años después-, en punto de intersección y renovación de la cultura latinoamericana.
Entre ellos iba a figurar este noble caribeño, sólido y frondoso como la ceiba sagrada; rebelde en la acción; audaz en el pensamiento y libre en el arte de imaginar lo imposible posible. Juan Bosch llegó a ser, y es, una de esas ricas y complejas personalidades que se dan en las Antillas, para asombro de quienes sólo ven en las islas la imagen superficial de palmeras y playas; y para legítimo orgullo de sus pobladores, que pueden exhibir, como en pocas regiones, una pléyade de ideólogos, revolucionarios, intelectuales y artistas de rango universal. Fue escritor y político: quiso, como Rimbaud, cambiar la vida; soñó, siguiendo a Marx, con transformar el mundo. Le llamaron Profesor, pero su principal enseñanza no estuvo en las aulas, sino en el inmenso salón de nuestra América. Fue narrador, ensayista, educador, orador, historiador, sociólogo, estadista, hombre de su tiempo y su geografía humana. Se opuso al Chivo, al Trujillo de siniestros entorchados, quien lo persiguió por encarnar a la conciencia verdadera de un pueblo entero. Vivió Bosch veintitrés años en el exilio, pero a todas partes llevó la valija de su patria perfumada, y con el pulso itinerante de su pluma trazó la imagen de estas naciones mestizas de culturas, calderas de utopías. Dejó la inmensa huella de la vida y la obra comprometidas con el destino de este archipiélago de luces y sombras por donde aparece con la aurora el arcoíris.
Largo tiempo residió en Cuba, siguiendo una hermosa tradición que hermana nuestras islas y territorios, de modo que en ellos nunca se es extranjero, ni por el habla, costumbres, tambores, paisajes e ilusiones, que todos somos los mismos, hijos de españoles, de negros, indios y mulatos, finalmente de Adán con algún trago de ron. A Cuba emigraron, desde Santo Domingo, los padres de José María Heredia, el gran poeta romántico del siglo XIX, quien a su vez se exilió y murió en México. Allí alcanzó la gloria militar Máximo Gómez, jefe del Ejército Libertador, otro dominicano, de quien el propio Bosch escribió una biografía. Y en Cuba forjó Bosch muchos de sus cuentos excepcionales, dejando con su obra un modelo de intelectual comprometido no sólo con los temas y problemas sociales, sino también con el rigor y la maestría artística. No le conocí entonces, porque a partir de los años sesenta el Profesor regresó a la República Dominicana y se dedicó en cuerpo y alma a la política. Pero tiempo después, sus Apuntes sobre el arte de escribir cuentos, publicados en Caracas en 1958, se convirtieron en biblia y fuente de inspiración para mi generación de incipientes escritores, un texto que espero lo siga siendo para todo latinoamericano urgido por la dulce angustia de escribir y que, como Vallejo, lo quiere hacer pero le sale espuma.
La obra literaria de Juan Bosch abarca un amplio espectro de géneros y temas, tales como los estudios y ensayos sociológicos e históricos; las biografías; los escritos políticos y hasta obras teológicas, que lo caracterizan como una de esas personalidades deslumbrantes, enciclopédicas, que sólo parecen darse, en nuestra época, por las tierras americanas. Se le considera el maestro del cuento latinoamericano, especialmente de tema rural; uno de los autores que en el pasado siglo transitaron del realismo y el criollismo –junto a figuras como Rómulo Gallegos y José Eustasio Rivera-, a la prefiguración del realismo mágico, vinculado a los nombres de Miguel Ángel Asturias y Arturo Uslar Pietri. En mi opinión, la cuentística de Bosch desarrolla y enclava certeramente en la realidad caribeña los recursos y mecanismos estilísticos empleados por Horacio Quiroga, cuya red de relaciones podemos extender a Maupassant, Chéjov y a Edgar Allan Poe. Hay en el dominicano una técnica similarmente depurada, una extraordinaria economía de medios y una cuidadosa armazón del artefacto literario, a lo que agrega la particular ambientación del paisaje, las formas específicas del habla popular y una aguda percepción de la tragedia humana y los problemas sociales. La obra narrativa de Bosch ronda aproximadamente las seis decenas de cuentos y dos significativas novelas, representativas de un ejercicio permanente que no ha dejado de ponderar la crítica especializada.
Pero, ¿qué se proponía el autor con esta amplia producción literaria? ¿Cuál era, en última instancia su poética, su visión artística? Lo primero que salta a la vista es que, no obstante todo el trasfondo social, sus cuentos no son panfletarios. El Bosch escritor no es un servil portavoz del político, aunque no hay ruptura epistemológica entre uno y otro, sino armónica complementación. El artista crea su obra desde su cosmovisión, pero lo hace como artista. Creo que ésta es una de las lecciones fundamentales que nos ha dejado Juan Bosch. El hombre comprometido absolutamente con los ideales libertarios y la justicia social supo siempre que la literatura no es propaganda, sino arte; que el cuento no es un manifiesto, sino una manifestación del espíritu. En literatura se puede y se debe hablar de la pobreza, pero no se vale ser pobre de estilo. La narración tiene que penetrar en el sufrimiento humano, pero hasta el dolor debe ser bello e interesante. No hay tema más desgarrador, ni que lastime más la sensibilidad que el abuso, la injusticia, las condiciones infrahumanas en que viven los olvidados de siempre. Y, sin embargo, la literatura no es la simple descripción de una golpiza, por cruel que resulte, sino el golpe abrumador de las palabras sobre el alma y la inteligencia del lector. Toda la obra de Bosch denuncia cuando enuncia; demuestra cuando muestra; fustiga al poderoso, critica el sistema, ataca la inequidad, mientras describe los sentimientos de los humildes, exhibe sus condiciones de vida, recrea el micromundo insertado en la absurda realidad circunstancial. Su técnica es como una placa fotográfica, cuya inversión permite revelar el retrato de la vida entera.
Apoyado en una excelente realización estética, el autor dominicano penetra en las profundidades del ser humano, sometido a lo doble angustia de existir, vagar por la tierra sin saber por qué vinimos, ni hacia dónde vamos, como dijo Darío, y al mismo tiempo ser explotado, vejado y aplastado por otro individuo, por la sociedad. Habría, además, una cadena de filosas espinas, atada al cuello del Otro, es decir el indio, el negro, la mujer, el indefenso. Así lo vio Bosch, por ejemplo, en un cuento brevísimo y terrible que es parte obligada en cualquier antología latinoamericana. Me refiero a “La Mujer”, un texto sobrecogedor en el que una mujer es brutalmente golpeada por su marido debido a que no vendió un poco de leche y prefirió dársela al pequeño hijo de los dos. Este cuento data de 1933 y es uno de los primeros textos que he encontrado en nuestra literatura donde de manera directa se narra, con una excepcional maestría artística, la abnegación y el maltrato físico que sufre una pobre mujer .
“La mancha indeleble” es otro de sus textos paradigmáticos, cargado de matices surrealistas pero de una enorme significación simbólica. Como en un sueño, un hombre entra a una habitación donde hay vitrinas repletas de cabezas. Una voz le dice que entregue él su cabeza y le da instrucciones acerca de cómo quitársela. El hombre reclama. No puede quitarse la cabeza así como así: “… ella está llena de mis ideas, de mis recuerdos. Es el resumen de mi propia vida. Además, si me quedo sin ella, ¿con qué voy a pensar?” No le hace falta, contestan. Aquí no tiene que pensar. De algún modo, el hombre logra escapar y se esconde. Un día escucha un fragmento de conversación en un café, alguien se queja de su huída “después que ya estaba inscrito”. El personaje siente miedo y la historia concluye de este modo: “Pues en verdad ignoro si los dos hombres eran miembros o eran enemigos del Partido”. Con sólo esas dos líneas Bosch retrata una dramática situación que podría aplicarse a la época del estalinismo, al fundamentalismo de los talibanes o al discurso dogmático de las dictaduras. En dichos casos, el individuo no necesita la cabeza, no tiene que pensar. Debe renunciar al más preciado don, la libertad; a su verdadera condición de ser pensante, capaz de discernir, recordar, amar, equivocarse, volver a empezar.
“Escribir cuentos –asentó Bosch- es una tarea seria y además hermosa. Arte difícil, tiene el premio en su propia realización. Hay mucho que decir sobre él. Pero lo más importante es esto: el que nace con la vocación de cuentista trae al mundo un don que está en la obligación de poner al servicio de la sociedad…” Así lo practicó ese hombre de la isla verde que por ese Caribe suyo y esta América nuestra escribió, padeció la errancia del exilio; emprendió con nuevos bríos sus proyectos políticos y sociales; retornó a la trinchera y finalmente partió en medio del reconocimiento continental. Todo él fue congruencia, ejemplo, iluminación.
Hace cien años el mundo era diferente, aunque todavía está abierta la caja de Pandora y desatados, sin freno, persisten los Males. Pero en su fondo de hierro tenemos ahora, junto a la azul mariposa, el brillante legado de Juan Bosch. Hay guerras, injusticias, crisis financiera a escala global, incertidumbres, dolor en los huesos de la armazón humana. Frente a todo eso podemos hoy celebrar, esperanzados y alegres, el centenario de su natalicio, repitiendo unos versos de su gran coterráneo Franklin Mieses Burgos:
“Puede ser; no lo niego; pero ahora, entre tanto,
bailemos un merengue que nunca más se acabe,
bailemos un merengue hasta la madrugada,
Que un hondo río de llanto tendrá que correr siempre
para que no se extinga la sonrisa del mundo…
[..] Bailemos un merengue que nunca más se acabe,
bailemos un merengue hasta la madrugada:
el furioso merengue que ha sido nuestra historia”
Ciudad de México, a 8 de febrero de 2008

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