viernes, 27 de abril de 2012

El secreto de la casa de El Cairo, novela de Maries Ayala. Texto leido la noche de su presentación, miércoles 22 de febrero de 2012, en el Club de Industriales de la Ciudad de México. No creo cometer una indiscreción demasiado grave si me atrevo a revelarles el secreto de la casa de El Cairo. Aún así, y con más razón, me apresuro a convocarles para que adquieran la novela del mismo título, escrita con notable maestría por Maries Ayala y elegantemente publicada por la editorial Plaza & Janés. ¿Para qué sirve un secreto si nadie por sí mismo lo averigua; si no se comenta y divulga a los cuatro vientos, de modo que todos se enteren y lo repitan con asombro o escándalo? La incógnita que pretendo descubrirles no es exactamente la que se narra en esta obra, sino la que presiento detrás, inserta en el ámbito numinoso de la creación artística. Hay, a mi juicio, en todo movimiento del espíritu y la acción del ser humano un misterio más profundo, tal vez incognoscible, que nos impulsa a confrontar y transformar la supuesta realidad, convirtiéndola en libro –como en este caso-, en pintura, música, pirámide o satélite, es decir, en permanente invención de la verdad, si como tal existe. Y ahí radica el íntimo secreto de esta obra, mejor aún, de su autora, cuya motivación para escribir y su feliz realización es todavía más fascinante y meritoria. ¿Cuál es la clave que la define como mujer que publica, según diría Rosario Castellanos, decidida a transgredir prejuicios y dar voz a quienes padecen y sueñan? ¿Por qué y para quién escribe Maries Ayala en este mundo medieval-posmoderno, y a quién puede importarle si hubo alguna vez una casa real o ignorada en El Cairo, donde vivió un pachá y el amor, eterno protagonista de la historia, libró arcanas batallas rubricadas con sangre? Doble interrogación por la que transita una sola respuesta: Maries escribe porque ha sido lanzada, como todos nosotros, a esta extraña existencia, y es víctima consciente de un rayo divino, el afán de belleza que la marca y obliga. Escribe porque padece de una enfermedad congénita, también contagiosa, asimismo incurable, que algunos llaman vocación, necesidad de arte, y que hoy reconocemos en las páginas de esta novela. Maries escribe porque es y quiere ser filtro de la memoria, canción contra el desierto de los días inocuos, homenaje al jeroglífico de los tiempos pasados e imaginación del futuro. Lo hace para salvarse y salvar del olvido a Ana, Alí, la joven Misrachi, sus personajes, y a las vidas posibles que alguna vez habitaron en El Cairo, en Nueva York, en México o en alguna parte, seres reales en la fantasía del universo, donde todo es maya, delirio, tragedia y pasión. Las novelas, y ésta en particular, son casas con habitaciones donde se hace por la noche el amor; son cocinas en las que se preparan los alimentos del cuerpo; escaleras de Escher que terminan en cuartos tapiados; jardines, a veces, con palmeras de mármol. Todo murmura, incluso el silencio, porque tanto en la ficción como en la realidad los humanos dejamos huellas, en apariencia invisibles, de nuestro andar cotidiano por el piso del tiempo. En los picaportes de las puertas, en las paredes desnudas, en los rincones que escucharon nuestros rezos y gritos, de algún modo quedaron impresas las señas de nuestra nada. Ésa es precisamente la percepción extra-sensorial que asalta a la protagonista al llegar a la residencia cuya foto aparece en la portada del libro, testimonio visual de la maravillosa capacidad que tiene la literatura –la mano de Maries- para descubrir o fabular el secreto, verídico o falso, escondido entre ladrillos de ilusiones perdidas. Hay en esta obra, además, un paralelismo simbólico entre la profesión de Ana, la protagonista, y su estancia en la enigmática casa. Ella es arqueóloga o antropóloga, estudia huesos, desenfardela momias, intenta desentrañar el pasado para entender el presente, pero a la vez se hospeda en la mansión de ahora, donde persiste un ayer que se oculta y la inquieta. Las casas, nos avisa la autora, también son tumbas donde yacen enterradas las horas vacías, rutinarias y absurdas; las disputas familiares por baladíes razones, las fiebres por deudas impagables y vanas, o las calenturas pasajeras, debidas a la ingesta en exceso de drogas como el amor, la más dura de todas. En nuestras moradas cohabitan, sepultas o insepultas, las pequeñas miserias que alguna vez arrastramos, cruces privadas de la condición humana, eco inaudible de suspiros y ayes. Pero hay también en las casas, tal la aquí novelada, espacios que albergan los juegos de los niños, pianos donde se pulsan nostálgicas notas, armarios con ropas de veranos ardientes, sábanas verdes para el sexo glorioso, y espejos antiguos que conservan nuestros rostros, sin arrugas ni manchas, porque seguimos siendo cuanto fuimos y somos. Tienen las viviendas, como ojos abiertos, ventanas que dan a las calles ajenas, recibiendo la luz que dispersa las sombras y, en fulminante anagnórisis, descubre las causas del dolor subyacente y aviva la fuerza arrolladora de la esperanza. Así es la casa que Maries ha construido sobre firmes pilares de escritora madura, con delicado trazo en renglones torcidos por el dedo sagrado, y en el afán de rescatar la arquitectura del sueño, nido del inconsciente, lugar de fantasmas y duendes perdidos en su tierna crueldad. La palabra es la casa del ser, sentenció Heidegger, y los seres que pueblan esta obra son voces que dicen más de lo que dicen, pertenecen a una metaficción donde la casa no es un sitio concreto, sino un símbolo de la frágil experiencia humana. Todo pasa: el amor tocando un trombón a mediodía, el dolor al tañer de una campana, el deseo que sacude las entrañas, la muerte inexplicable, suicidio de lo vivo. Quedan muros, obras también perecederas, testimonios en piedras silenciosas, monumentos contra el olvido inevitable, túmulos que honran defunciones, fútiles intentos de permanencia en la impermanente virtualidad del universo. Palabras, palabras, palabras, responde Hamlet, indicando, quizás, que todo se concentra en la expresión y nada es –libro, palacio, reino, trasmundo- si no aparece en el habla o en la letra que lo constituye. He ahí el secreto de esta novela, en realidad de la autora, al hacer que las palabras .nos cautiven, enreden, hagan sentir lo que sintieron o sienten otros, que acaso fuimos o somos, mientras vivimos en una versión apasionada de la realidad o el sueño. Novela de corte fantástico, dirán algunos; propia del realismo mágico, afirmarán otros; histórica y realista, se propondrá más allá, y un poco de todo eso, pero algo más encontrarán los lectores, cautivados por el rigor de la prosa, la trama bien trazada y el mensaje estético que con emoción y eficacia trasmite Maries Ayala: amar es la palabra del ser. El secreto está en ti, autora, lectores, en nosotros, y en esta novela. Toda obra que somos ratifica el inmenso poder de la literatura y el arte, creación de la Creación.

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