viernes, 27 de abril de 2012

Las palabras perdidas de Victoria Dana

Las palabras perdidas de Victoria Dana Texto en la presentación de la novela del mismo título, Librería Rosario Castellanos, Ciudad de México, 19 de abril de 2012 Las palabras que con notable eficacia ha escrito Victoria Dana no están, ni estarán nunca perdidas: pertenecen ya al vasto y extraño territorio de la más auténtica literatura de estos tiempos. Son piedras miliares que marcan, como hacían los romanos, las distancias y las fronteras en las calzadas reales de la creación artística; señales que indican el inicio de una nueva experiencia y de otra exploración en una dimensión mayormente desconocida. Son las palabras dichas y no dichas; mejor aún, las indecibles y las aún in-formadas, no sonoras, pero nunca silentes. No están perdidas, sino encontradas en el mundo interior, caótico y regresivo, de Blanca, el personaje de esta novela, una mujer condenada por una cruel enfermedad a la desconexión total con el mundo exterior. ¿Es posible entrar en la mente de otro ser humano, descubrir sus voliciones, fantasmas y complejidades? Algo así intentan los psiquiatras en el famoso diván, con resultados muchas veces controvertidos. Tal fue, en cierto modo, el propósito de quienes llevaron a la literatura los meandros del monólogo interior, desde un lejano Tolstoi, hasta Dujardin y por la mano suprema de Joyce. Pero las mentes que representaron esos autores con singular brillantez no estaban afectadas por el Alzheimer u otros padecimientos relacionados con síndromes hasta cierto punto parecidos. No tuvieron esos grandes escritores la información científica de nuestros días, y probablemente no se propusieron tampoco retratar esa genéricamente llamada demencia senil, tan antigua pero no muy abordada en la literatura universal. Vicky Dana es la primera escritora mexicana que sigue paso a paso el proceso degenerativo de la mente en una mujer, originalmente brillante y exitosa, que va perdiendo las palabras y, en consecuencia, el sentido de la realidad, si es que ésta tiene sentido. No podemos afirmar con absoluta certeza que existe algo fuera de nosotros mismos, como advirtió Berkeley, pero intentamos descubrirlo, y tal vez inventarlo por medio del lenguaje. Si estuviésemos privados de la facultad de nombrar las cosas que se nos presentan ante la conciencia, como sí la tuvo el padre Adán para apropiarse del mundo, seríamos incapaces de aprehender el significante y el significado de las plantas, las aves, el mar, las luces y las sombras que proyectan otros seres y esencias en nuestro minúsculo espacio de existencia. Recurrimos entonces al diccionario, artificio relativamente reciente en la historia de la cultura y con el que por cierto no contó, para su invención de lo humano, el divino Shakespeare. En esta novela, Blanca intenta mantener contacto con la realidad, aferrándose a un diccionario, especie de letra muerta del lenguaje, frente a cuyas definiciones ella sólo puede evocar fugaces brochazos de su propia vida, porque las palabras –nos sugiere Vicky- son sólo disparadores de la memoria, etiquetas de sueños, ecos lejanos de inasibles esencias. Palabra, palabras, palabras responde Hamlet, a la pregunta de Polonio acerca de lo que está leyendo. Palabras, palabras, nos dice Vicky, porque nuestro mundo, el que creemos ver y saber, lo que nos ha tocado entender como parte del juego incomprensible del Misterio, es y existe para nosotros en el catauro de voces que aprendimos; en el libro olvidado en algún desconocido anaquel de una inmensa biblioteca que otros llaman el universo, al decir de Borges. Pero esta novela, recién publicada por Textofilia Ediciones, nos presenta asimismo otras interrogantes. En primer lugar, desde el punto de vista artístico, la obra rodea la complejidad que implica el concepto de monólogo interior, En el ámbito sajón, sobre todo, se advierte que es prácticamente imposible (o ininteligible) el flujo de la conciencia, esa corriente a chorro de pensamientos, sin orden lógico aparente, gramatical o sintáctico, que inunda la mente humana y frente a la cual el escritor termina por editar, corregir y hacer comprensible a los lectores, mediante el monólogo interior, las ideas y sentimientos básicos de sus personajes. Sin embargo, y ahí es donde reside, a mi juicio, la originalidad de Vicky Dana, aún si pudiéramos transcribir literariamente dicho flujo de la conciencia, nos encontraríamos probablemente con una cada vez más extraña ausencia de palabras o significantes cuyo íntimo sentido carece en apariencia de lógica. Es el fondo de un fondo sin fondo asequible. Mientras Blanca se abisma en la enfermedad, el lector atento se cuestiona si lo que dice un diccionario (o más actualmente un artículo de la Wikipedia en Google) corresponde a una interpretación válida para todos, o tiene un significado particular, afincado en la visión individual, que se aparta de la versión lingüística comúnmente aceptada. Ése es un fenómeno que Nietzsche describió en su famoso ensayo sobre verdad y mentira en el sentido extra-moral. Las palabras no representan las mismas cosas para todos. Y, al mismo tiempo, como afirmaba el célebre lingüista Humpty Dumpty, significan lo que él, o cualquiera de nosotros, quiere que signifiquen. Ahí es donde Vicky Dana, con el instrumento de un narrador objetivo, omnisciente diríamos, abre la puerta a otras indagaciones. Por ejemplo: ¿ser mujer, esposa o madre es sólo existir como nombre, objeto, pieza en un extraño mecanismo familiar o social donde todos somos extraños de los extraños? Queda otra interrogación. En la primera mitad del siglo XX el ruso Iván Pavlov planteo la idea de que el lenguaje es un segundo sistema de señales, propio del ser humano, por encima del reflejo incondicional. La discusión acerca de la importancia y significación del lenguaje como factor determinante de nuestra actividad vital sigue siendo objeto de estudio y polémica hasta nuestros días. La literatura, asentada firmemente en este segundo sistema de señales, recrea el universo, da color al paisaje, hace volar el pensamiento, mueve las pasiones, engendra la vida que nos vive, imagina tierras, planetas, galaxias infinitas cuya verificación objetiva depende finalmente de la imagen creada. Y la propia literatura intuye, con Macbeth, que la vida es un cuento relatado por un idiota lleno de Furia y Ruido., sin ningún significado. El arte, con toda su grandeza posible, se queda en los umbrales de algún ignoto sentido. ¿A dónde van, pues, las palabras perdidas, el relato de una vida, las definiciones canónicas que consultamos para tratar de apresar la proteica realidad que nos abruma? ¿Carece de pensamientos -o como se llame,- el individuo que deja de pensar pensamientos que se pueden congelar como palabras? ¿Hay algo detrás del segundo y del primer sistema de señales, que es ánima en lugar de ánfora vacía? Son preguntas lanzadas a las ciencias y a la filosofía, pero temas apasionantes para los novelistas del siglo XXI que, traspuestos los cuarteles de la novela histórica y los grandes relatos sobre las aventuras sociales e individuales, deben bucear en el microcosmos -tal como se hace en la mecánica cuántica,- para inaugurar una nueva literatura; necesitan traspasar las fronteras de la propia literatura, del arte en general, que ya resultan camisas de fuerza tradicionales. El hombre de hoy no es la máquina del progreso característica de los siglos XIX y XX, tampoco la impresionante tecnología de nuestro cambio de época. Sigue siendo un misterio Y ése es el misterio al que se acerca, con modestia pero también con audacia y belleza, esta novísima escritora, Vicky Dana, nueva por sus letras; nueva por su inquietud artística, por su juventud espiritual, por su sagaz planteamiento y porque su novela nos deja con una aterradora y apasionante inquietud: ¿es cierto que lo demás es silencio’ Pero, ¿qué es el silencio, Dios mío?
El secreto de la casa de El Cairo, novela de Maries Ayala. Texto leido la noche de su presentación, miércoles 22 de febrero de 2012, en el Club de Industriales de la Ciudad de México. No creo cometer una indiscreción demasiado grave si me atrevo a revelarles el secreto de la casa de El Cairo. Aún así, y con más razón, me apresuro a convocarles para que adquieran la novela del mismo título, escrita con notable maestría por Maries Ayala y elegantemente publicada por la editorial Plaza & Janés. ¿Para qué sirve un secreto si nadie por sí mismo lo averigua; si no se comenta y divulga a los cuatro vientos, de modo que todos se enteren y lo repitan con asombro o escándalo? La incógnita que pretendo descubrirles no es exactamente la que se narra en esta obra, sino la que presiento detrás, inserta en el ámbito numinoso de la creación artística. Hay, a mi juicio, en todo movimiento del espíritu y la acción del ser humano un misterio más profundo, tal vez incognoscible, que nos impulsa a confrontar y transformar la supuesta realidad, convirtiéndola en libro –como en este caso-, en pintura, música, pirámide o satélite, es decir, en permanente invención de la verdad, si como tal existe. Y ahí radica el íntimo secreto de esta obra, mejor aún, de su autora, cuya motivación para escribir y su feliz realización es todavía más fascinante y meritoria. ¿Cuál es la clave que la define como mujer que publica, según diría Rosario Castellanos, decidida a transgredir prejuicios y dar voz a quienes padecen y sueñan? ¿Por qué y para quién escribe Maries Ayala en este mundo medieval-posmoderno, y a quién puede importarle si hubo alguna vez una casa real o ignorada en El Cairo, donde vivió un pachá y el amor, eterno protagonista de la historia, libró arcanas batallas rubricadas con sangre? Doble interrogación por la que transita una sola respuesta: Maries escribe porque ha sido lanzada, como todos nosotros, a esta extraña existencia, y es víctima consciente de un rayo divino, el afán de belleza que la marca y obliga. Escribe porque padece de una enfermedad congénita, también contagiosa, asimismo incurable, que algunos llaman vocación, necesidad de arte, y que hoy reconocemos en las páginas de esta novela. Maries escribe porque es y quiere ser filtro de la memoria, canción contra el desierto de los días inocuos, homenaje al jeroglífico de los tiempos pasados e imaginación del futuro. Lo hace para salvarse y salvar del olvido a Ana, Alí, la joven Misrachi, sus personajes, y a las vidas posibles que alguna vez habitaron en El Cairo, en Nueva York, en México o en alguna parte, seres reales en la fantasía del universo, donde todo es maya, delirio, tragedia y pasión. Las novelas, y ésta en particular, son casas con habitaciones donde se hace por la noche el amor; son cocinas en las que se preparan los alimentos del cuerpo; escaleras de Escher que terminan en cuartos tapiados; jardines, a veces, con palmeras de mármol. Todo murmura, incluso el silencio, porque tanto en la ficción como en la realidad los humanos dejamos huellas, en apariencia invisibles, de nuestro andar cotidiano por el piso del tiempo. En los picaportes de las puertas, en las paredes desnudas, en los rincones que escucharon nuestros rezos y gritos, de algún modo quedaron impresas las señas de nuestra nada. Ésa es precisamente la percepción extra-sensorial que asalta a la protagonista al llegar a la residencia cuya foto aparece en la portada del libro, testimonio visual de la maravillosa capacidad que tiene la literatura –la mano de Maries- para descubrir o fabular el secreto, verídico o falso, escondido entre ladrillos de ilusiones perdidas. Hay en esta obra, además, un paralelismo simbólico entre la profesión de Ana, la protagonista, y su estancia en la enigmática casa. Ella es arqueóloga o antropóloga, estudia huesos, desenfardela momias, intenta desentrañar el pasado para entender el presente, pero a la vez se hospeda en la mansión de ahora, donde persiste un ayer que se oculta y la inquieta. Las casas, nos avisa la autora, también son tumbas donde yacen enterradas las horas vacías, rutinarias y absurdas; las disputas familiares por baladíes razones, las fiebres por deudas impagables y vanas, o las calenturas pasajeras, debidas a la ingesta en exceso de drogas como el amor, la más dura de todas. En nuestras moradas cohabitan, sepultas o insepultas, las pequeñas miserias que alguna vez arrastramos, cruces privadas de la condición humana, eco inaudible de suspiros y ayes. Pero hay también en las casas, tal la aquí novelada, espacios que albergan los juegos de los niños, pianos donde se pulsan nostálgicas notas, armarios con ropas de veranos ardientes, sábanas verdes para el sexo glorioso, y espejos antiguos que conservan nuestros rostros, sin arrugas ni manchas, porque seguimos siendo cuanto fuimos y somos. Tienen las viviendas, como ojos abiertos, ventanas que dan a las calles ajenas, recibiendo la luz que dispersa las sombras y, en fulminante anagnórisis, descubre las causas del dolor subyacente y aviva la fuerza arrolladora de la esperanza. Así es la casa que Maries ha construido sobre firmes pilares de escritora madura, con delicado trazo en renglones torcidos por el dedo sagrado, y en el afán de rescatar la arquitectura del sueño, nido del inconsciente, lugar de fantasmas y duendes perdidos en su tierna crueldad. La palabra es la casa del ser, sentenció Heidegger, y los seres que pueblan esta obra son voces que dicen más de lo que dicen, pertenecen a una metaficción donde la casa no es un sitio concreto, sino un símbolo de la frágil experiencia humana. Todo pasa: el amor tocando un trombón a mediodía, el dolor al tañer de una campana, el deseo que sacude las entrañas, la muerte inexplicable, suicidio de lo vivo. Quedan muros, obras también perecederas, testimonios en piedras silenciosas, monumentos contra el olvido inevitable, túmulos que honran defunciones, fútiles intentos de permanencia en la impermanente virtualidad del universo. Palabras, palabras, palabras, responde Hamlet, indicando, quizás, que todo se concentra en la expresión y nada es –libro, palacio, reino, trasmundo- si no aparece en el habla o en la letra que lo constituye. He ahí el secreto de esta novela, en realidad de la autora, al hacer que las palabras .nos cautiven, enreden, hagan sentir lo que sintieron o sienten otros, que acaso fuimos o somos, mientras vivimos en una versión apasionada de la realidad o el sueño. Novela de corte fantástico, dirán algunos; propia del realismo mágico, afirmarán otros; histórica y realista, se propondrá más allá, y un poco de todo eso, pero algo más encontrarán los lectores, cautivados por el rigor de la prosa, la trama bien trazada y el mensaje estético que con emoción y eficacia trasmite Maries Ayala: amar es la palabra del ser. El secreto está en ti, autora, lectores, en nosotros, y en esta novela. Toda obra que somos ratifica el inmenso poder de la literatura y el arte, creación de la Creación.