sábado, 29 de marzo de 2008

Los Dialogos de Amor, de León Hebreo

No se puede desear y amar al mismo tiempo, le dice Sofía a Filón en el primer diálogo de esta obra que, a pesar de haberse publicado por primera vez en 1535, sigue teniendo una sorprendente frescura intelectual. El deseo, argumenta Sofía, se da cuando no se posee el objeto ansiado, mientras que el amor consiste en la posesión de dicho objeto. El deseo precede al amor y desaparece una vez que se logra la cosa deseada. El amor nace del mismo objeto amado, mientras que el deseo es el afán de adquirirlo. Desear y amar serían, pues, términos contradictorios, algo que Filón cuestiona, señalando que el conocimiento es anterior al deseo y que no se puede desear -por lo tanto amar- aquello que desconocemos.
La discusión, que sigue el modelo de los diálogos platónicos, es fascinante, porque el lector sopesa uno y otro argumento, poniéndolo en relación con su propia experiencia personal. Todos somos producto y padecemos la sed infinita del deseo. Y todos pensamos que la realización plena del amor consiste en la posesión, tal vez sería mejor decir la identificación, con el objeto amado. La pregunta flota en la mente, ¿acaso no podemos desear lo que ni siquiera sabemos que existe, la persona que no conocemos y quizás nunca encontraremos? Y, de llegar a conocerla y encontrarla, una vez que la tengamos en el sentido noble de la palabra, ¿dejaríamos de desearla?, ¿dejaríamos más tarde de amarla para ceder al impulso de un nuevo deseo?
Filón, apoyándose en Aristóteles, apunta que hay diferentes clases de cosas deseadas, por ejemplo las útiles y las deleitables. El deseo por las cosas útiles termina cuando éstas cumplen su función utilitaria, mientras que el de las deleitables permanece, ya que el deleite que proporcionan no se agota, sino que puede demandar su constante reiteración. De ahí que lleguen a coexistir el deseo (por lo deleitable) y el amor (en la posesión), un ideal que en mi opinión en muy escasas ocasiones se realiza, pero por el que valdría la pena atravesar las puertas del infierno.
León Hebreo nació en Lisboa hacia 1460 ó 1470, no se sabe con exactitud. Cinco siglos y medio después, mientras escribo una novela que, entre otras cosas, trata sobre el viejo tema del amor, encuentro en estos Diálogos… la aguda interrogación sobre la dulce angustia que define al ser humano.

miércoles, 26 de marzo de 2008

La prosa del azúcar

La prosa de azúcar
Por Alejandro Hermosilla Sánchez
Revista El Coloquio de los Perros,
Murcia, España, Primavera 2008

Risueño, bondadoso, pausado y con la cordialidad y amabilidad propia de los cubanos, Miguel Cossío Woodward se presentó ante nosotros con la misma naturalidad y sencillez por la que se desliza su prosa en las pocas pero excelentes novelas que ha publicado hasta el momento. Huyendo —por motivos estéticos— del recuerdo del libro, Sacchario, que le concediera el reconocimiento unánime de la crítica, pero siempre vinculado, de una u otra manera, al recuerdo de su isla natal y a las experiencias que le forjaron como hombre, confesar que fue un placer entrevistarlo meses antes de que termine su nuevo libro y su lírica y evanescente prosa inunde con su belleza las retinas de muchos de sus lectores.
Como la mayoría de los grandes hombres y escritores —palabras de Roberto Bolaño— Cossío es un hombre bueno que, a pesar del paso de los años, no ha perdido la sonrisa y la mirada inocente del niño que tan sólo necesita una buena compañía o diálogo para resucitar el sonido del mar de fondo de su infancia. Ese mismo mar que un día lo observara de refilón derribando a gigantes confundidos en toneles de vino entre las paredes de una biblioteca o viajando a los confines de la tierra enredándose con estrellas de mar.

—ECP: ¿Cómo llegaste a pensar en dedicarte a escribir?
—MC: Realmente, no recuerdo un momento especial. Yo siempre supe que iba a ser escritor y no hay un momento particular que pueda señalar a este respecto. Creo que, para mí, fue como una vocación innata. Era tan claro como saber que iba a crecer o iba a ir a la escuela. Desde muy niño percibí con claridad que siempre iba a tener a la literatura como mi vocación principal.
—ECP: Sin embargo, supongo que habría una serie de libros que te marcaron.
—MC: Llega un momento en que resulta un poco feo hablar de todas las obras y aspectos de la vida que a uno le han influido. Pero recuerdo que desde muy pequeño leía todo lo que caía en mis manos y, por supuesto, los libros de hadas y todo este tipo de lecturas que forman parte de la infancia. Sin embargo, mi primera lectura seria fue El Quijote y tengo que confesarte que no entendí nada. Tendría yo 8 ó 9 años, fui a la Biblioteca Nacional de Cuba, que estaba ubicada en uno de los castillos que se habían hecho en la época colonial y se encontraba cerca de casa. Había escuchado hablar de Cervantes y un día pedí El Quijote; las empleadas se quedaron sorprendidas. Lo leí sin comprender casi nada y sólo mucho tiempo después lo recuperé y lo releí varias veces [...] De todas maneras, si tuviera que decirte algún autor que me marcó por aquellos años este fue, sin duda, Julio Verne. Leí todo Julio Verne, al que encontré maravilloso. De hecho, lo primero que escribí con 9 ó 10 años fue, prácticamente, un plagio de La vuelta al mundo en ochenta días. En concreto, aquel pasaje en el que Phileas Phogg va caminando hacia el club donde se va a realizar la apuesta. Tenía yo una pluma de tinta verde y con aquella pluma empecé a escribir algo sobre alguien que caminaba de la misma manera que Phileas Fogg. Ya cuando era adolescente vinieron los grandes nombres como Herman Hesse o Thomas Mann.
—ECP: Por tu edad generacional supongo que debiste conocer a algunos de los más importantes escritores cubanos. ¿A cuáles?
—MC: Bueno, yo no me encontraba dentro de ningún círculo de escritores conocidos, porque mi infancia fue muy difícil. En mi familia éramos muy pobres. Por decirlo con claridad, nos encontrábamos en una situación de pobreza extrema. Por ello, mis lecturas y mis contactos fueron muy autodidactas durante mucho tiempo. Sólo más tarde me relacioné con escritores mayores como el poeta Eliseo Diego así como con escritores de mi generación. Pero de los grandes escritores recuerdo, sobre todo, mis pláticas con Nicolás Guillén. También conocí —pero, en este caso, de lejos, pues él era demasiado importante para mi edad— a Alejo Carpentier.
—ECP: Por cierto, al parecer, antes de dedicarte a escribir, fuiste profesor ayudante de una Cátedra de Economía en Cuba. ¿Me puedes explicar esto?
—MC: Sí. Curiosamente, debido a esa circunstancia de dificultad económica que me persiguió durante muchísimo tiempo, no pude hacer estudios regulares porque tuve que dedicarme a trabajar y demás asuntos. De todas maneras, me inscribí en un curso de nivelación preuniversitaria que me permitió entrar en la universidad y decidí apuntarme a la carrera de Licenciatura en Economía, lo que es uno de mis pecados. Me llamaba la atención la economía global, la visión del mundo que ésta otorgaba. Comencé a estudiar en la Universidad de la Habana esta materia y, finalmente, llegué a ser profesor ayudante de esta Cátedra sin, por otra parte, saber prácticamente nada..
—ECP: ¿Cómo llegas entonces a escribir Sacchario?
—MC: Tiene mucho que ver con la llegada de la Revolución Cubana, que fue una revolución para los jóvenes y gran parte de la población y supuso un momento de ilusión, de cambio utópico que, más tarde, comprobamos que no se realizó. En sus momentos iniciales, la Revolución representó un estado de crecimiento en todos los sentidos y había que colaborar con ella. Por ello, yo, como miles y miles de jóvenes, me fui a cortar caña de azúcar durante meses en los campos de Cuba. Esa tarea es increíblemente agotadora y no sé cómo pude soportarla. Pero, fíjate, mientras cortaba caña aprovechaba los descansos para leer a Joyce, lo que es algo, como verás, curioso. Así, fui poco a poco escribiendo cuartillas y, más tarde, quise recorrer toda esta experiencia en este libro cuyo nombre deriva del término científico de la caña de azúcar [...] Tomé ese nombre para el libro y escribí esa novela que creo que no es tampoco un modelo de alta envergadura literaria. No me siento excesivamente orgulloso de ello y, sin embargo, fue premiado. Gané el premio Casa de las Américas con ese primer bodrio.
—ECP: Bueno, yo no estoy de acuerdo en esto. A mí me parece un libro bastante bueno y respetable. Además, tu manera de combinar un estilo grácil y sencillo con diversos pensamientos y ritmos caóticos me pareció, verdaderamente, ejemplar.
—MC: De todas maneras, espero haber mejorado bastante después de este libro. Ja, ja, ja.
—ECP: ¿Y la metáfora del hombre del otro mundo que aparece en el libro?
—MC: Yo escribí el libro de una manera muy caótica. Trabajaba como economista en Cuba y tenía mucho trabajo. Terminaba mi jornada a las 9 ó a las 10 de la noche, llegaba a casa, dormía un par de horas y escribía como de la 1 de la madrugada a las 5. Escribí esa novela en tres meses pero, como te digo, de madrugada. Un poco como sugería Faulkner, con la paga del soldado.
—ECP: Sin embargo, aunque no estés de acuerdo conmigo, te puedo afirmar que la prosa está excelentemente pulida y hay matices muy cuidados como el no mencionar a Castro y casi no referirse a Batista.
—MC: Creo que esto se debe al hecho de que el libro narra la experiencia del trabajo agrícola desde dentro. No me interesaba introducir un discurso político en el libro.
—ECP: Por tanto, el personaje de Darío eres tú básicamente.
—MC: Sí, en ese sentido, sí.
—ECP: Hay un aspecto en tus novelas que también me interesa mucho: cómo afrontan tus personajes el amor.
—MC: Sí. Es una idea del amor como un proceso de pentimento, es decir, de pintura sobre pintura. Es un proceso en el que uno padece rupturas y empieza a mover cosas de sí mismo y, cada vez es más profundo, porque se nutre de la anterior experiencia hasta dejarse la piel en el intento, como hacen algunos animales, hasta aparecer casi desnudo y lleno de todo.
—ECP: ¿Y qué supuso el premio para ti?
—MC: En primer lugar, me dio a conocer en el medio literario, puesto que yo, como economista, no formaba parte de este mundo. Me dio a conocer y me vinculó a este mundo que era el mío y con el cual no estaba, hasta entonces, relacionado. Me confirmó lo que era mi vocación de siempre.
—ECP: ¿Y cómo y por qué tardaste tanto tiempo para escribir Brumario?
—MC: Realmente, esto es un problema muy serio, pues cuando terminé esta primera novela percibí que la literatura era un oficio que requería mucho rigor y trabajo y que no consistía en escribir a ratos como hasta entonces hacía. Por ello, me propuse escribir Brumario, que lleva el nombre del segundo mes de la Revolución Francesa, con el fin de aprender este arte. Lo que quiere decir es que estuve diez años escribiendo esta novela de una manera muy crítica y rigurosa. Los amigos me decían que por qué le daba tanta importancia a una u otra palabra cuando los lectores iban a pasar por encima de las mismas, pero para mí escribir este libro suponía la búsqueda de la palabra exacta, tal y como diría Flaubert. Trabajé mucho, mucho en este libro y, sinceramente, te diría que todavía no me siento satisfecho con el mismo, aunque creo que es mejor que el anterior. Usé técnicas diferentes. Trabajé con la segunda persona, decidí escribir sobre un tema muy duro como la crisis de los cohetes en Cuba en el año 1962 y, finalmente, se llevó al cine con el nombre de Tiempo de amar. Ahí trabajé con Enrique Pineda en el guión y aprendí a hacer guiones.
—ECP: ¿Y te gustó la película?
—MC: Si te he de ser sincero, no.
—ECP: Hay otro aspecto que me sorprende bastante de este libro. Además de la referencia clásica a Hiroshima mon amour de Resnais, el referente Hiroshima está muy, muy presente por toda la narración. Realmente, en la realidad cubana del 62, ¿esto era así?
—MC: No tanto. Yo leí mucho por aquellos tiempos acerca de lo que significaba una explosión atómica e Hiroshima me sirvió como referente para describir lo que sentíamos en aquellos tiempos.
—ECP: ¿Y el tío entrañable del protagonista de la novela era tu tío en la realidad?
—MC: Sí. Es una de las personas que más he querido en mi vida. Era muy místico y creo que fue siempre un modelo de hombre que sentía la literatura y lo conjugaba con un riquísimo mundo espiritual.
—ECP: Y este último aspecto, de una manera u otra, también se siente en tu obra, ¿no crees?
—MC: Sí. Siempre me han interesado los temas esotéricos. Yo tuve una formación religiosa católica muy fuerte que me llevó, posteriormente, a vivir una crisis de fe respecto a la misma y me apartó, definitivamente, de la religión. Sin embargo, siempre tuve una inquietud por los temas espirituales y esotéricos que me llevaron a leer a Alain Kardec y a Blavatsky, entre otros muchos, de tal manera que fueron integrándose en una visión trascendental del ser humano que, más tarde, he recuperado de nuevo con la religión católica pero también con muchos amigos judíos y con el misterio, por ejemplo, de la Kaballa. Creo que esto es esencial porque un escritor, en suma, no puede carecer de una visión trascendente de la existencia dado que el arte y la literatura trascienden. Uno busca la belleza, pero la belleza es también efímera y uno ha de pensar que debe haber algo detrás. Yo no diría que Dios es así o de otra manera. pero afirmaría que hay un misterio.
—ECP: ¿Y qué me puedes decir de Oasis?
—MC: Oasis es una novela corta. Como verás, por mi faceta de economista en aquella en Cuba debía estudiar mucho a Marx, hasta tal punto que casi me aprendí buena parte de su obra de memoria. Lo cierto es que siempre he querido desmitificar a Marx, porque era un dogma en aquellos tiempos. Bien. Entre muchos libros que leí de Marx, se encontraban sus cartas me encontré una que le escribíó a un amigo tras ir a Hamburgo para entregar los originales del primer tomo de El capital. Marx se hospedó en casa de su amigo y estaba feliz porque había terminado el primer tomo de El Capital. En fin, él regresa a Inglaterra en barco y, de repente, se encuentra con una muchacha. Él es un hombre de unos 50 años y la mujer debe tener unos 20. Y en una carta le comenta a su amigo de Hamburgo, en cuatro o cinco renglones, que la muchacha era alemana, no hablaba inglés y que le pidió auxilio para encontrar una estación de tren y poder ir en dirección a un castillo. Lo que me sorprendió a mí y creo que a Marx es que la muchacha era sobrina de Bismarck. Y es de esas cuatro líneas, de ese episodio del encuentro entre el sabio, el hombre mayor y maduro y la muchacha; entre el comunista y la blanquinegra muchacha aristócrata, de donde extraigo el material de la novela. Fue un oasis en la vida de Marx. Toda la historia está centrada en ese encuentro. ¿Qué hicieron esas dos personas en ese encuentro, de qué hablaron?
—ECP: Según parece, toda tu familia es mexicana, pero la cuestión es ¿cómo llegaste a radicarte aquí?
—MC: Sí, efectivamente, toda mi familia es de México. Sucedió primero que en Cuba me ofrecieron la posibilidad de venir a México para trabajar en la embajada cubana como consejero cultural, lo que me permitió relacionarme todavía más con muchos personajes de la cultura tanto mexicanos como cubanos. Llegó un momento en que terminó mi función aquí pero, sin embargo, yo tenía una posición muy definida en contra del régimen castrista y, finalmente, decidí quedarme en este país que, al fin y al cabo, era el país de mis ancestros, lo que no fue muy bien visto por las autoridades cubanas, pero no me importó.
—ECP: ¿Y me podrías indicar el por qué habiendo una buena cantidad de escritores y artistas en la República Dominicana no son ni tan importantes ni tan numerosos como los cubanos?
—MC: Creo que esto se debe al hecho de que Cuba es la isla más grande de habla hispana en el Caribe y, asimismo, tiene una población más grande que la República Dominicana. Además, Cuba ha tenido la suerte de poseer en el siglo XIX figuras muy notables que han ido creando todo un mundo cultural que permitió la aparición de grandes nombres de la literatura cubana. Hay buenos escritores y poetas en la República Dominicana, pero tal vez tu pregunta se relacione con un problema de tamaño y tradición, algo que tampoco creo definitivo. .
—ECP: Y en México, ¿cuáles fueron los escritores que más te impactaron?
—MC: Cuando estaba escribiendo Brumario, leí mucho a Carlos Fuentes que en Aura, por ejemplo, utilizaba el recurso de la segunda persona. Luego, leí muchos escritores, ensayistas y poetas mexicanos pero, en realidad, yo creo que, finalmente, uno se enriquece con todas las fuentes.
—ECP: Te voy preguntando por algunos escritores, ¿qué opinas, por ejemplo, de Jorge Edwards?
—MC: Es un buen escritor, aunque no me entusiasma demasiado. Chile tiene una literatura tan grandiosa que supera con mucho la obra de Edwards.
—ECP: ¿Pitol?
—MC: Me gusta. Tiene algunas novelas realmente interesantes. Creo que es un gran escritor.
—ECP: ¿Monsivais?
—MC: Monsivais es un escritor más bien costumbrista. Su terreno es lo popular. Tiene mucho genio así como capacidad irónica, pero se queda en este ámbito. No se le puede catalogar como novelista.
—ECP: Y en algún momento de tu obra hablas de Bola de Nieve, que a mí me gusta mucho. ¿Lo llegaste a ver en directo en alguna ocasión?
—MC: Sí. Era muy amable y dispuesto. Tocaba en un restaurante al que yo iba con mi novia de entonces. Le pedíamos que tocara y cantara y él no lo dudaba. Recuerdo alguna excelente interpretación de La flor de la canela. Era un tipo muy simpático y agradable.
—ECP: ¿Y hasta qué punto la influencia de Lezama Lima ha sido negativa o positiva, según tu opinión, para el resto de escritores cubanos?
—MC: Efectivamente, hay influencia lezamiana en Cuba así como en muchos otros lugares, pero considero que, por suerte, nos hemos salvado un poco de un influjo omnipresente de Lezama porque creo que aquellos que tratan de imitarlo fracasan. Lezama es en sí mismo su propio modelo y punto. No hay posibilidad de comparaciones.
—ECP: ¿Y llegaste a conocer a Cabrera Infante?
—MC: No lo conocí personalmente. Lo vi en alguna ocasión en Cuba cuando estaba a punto de abandonar la isla, pero no tuve contacto personal. De todas maneras, conozco bien su obra.
—ECP: ¿Y cuál es para ti su mejor libro?
—MC: Creo que La Habana para un infante difunto.
—ECP: Y para ti, ¿cuál es el cineasta emblema de Cuba?
—MC: Lo cierto es que hace ya muchos años que no veo cine cubano, pero te citaría, sobre todo, las obras de Tomás Gutiérrez Alea, que es el gran cineasta de los años 60 y nuestro tiempo. Su obra es imprescindible.
—ECP: Asimismo, creo que en 2002 realizaste una edición de los cuentos de Clarice Lispector. ¿Qué me podrías indicar sobre ella?
—MC: En verdad, yo creo que en México no estaba suficientemente valorada hasta hace mucho. Lo que ocurrió fue que comencé a conocer su obra y me fascinó. Me metí muy a fondo en la misma. Conozco toda su obra y biografía y creo que es una mujer incomparable en todo lo que es el continente hispanoamericano.
—ECP: ¿Cuáles dirías que son sus mayores logros?
—MC: Sus cuentos. Pienso que en el conjunto de sus cuentos es donde se encuentra lo mejor de su obra.
—ECP: ¿Y qué me puedes indicar sobre Eliseo Alberto Diego y su Esther en alguna parte?
—MC: Lichi es, ante todo, mi amigo. Él es el hijo de Eliseo Diego, que fue también mi gran amigo. Lichi es un escritor que comenzó con la poesía y, más tarde, realizó brillantemente sus primeras novelas. Pienso que en este libro alcanza una madurez literaria bastante importante.
—ECP: ¿Y sobre Julieta Campos y La forza del destino?
—MC: A Julieta la conocí y es muy curiosa su historia. porque ella salió de Cuba muy pronto para dirigirse a París y de allí fue a México y se casó con un mexicano. Sin embargo, su amor por Cuba siempre fue algo permanente para ella [...] Sucede que la editorial Alfaguara me envió una vez para que dictaminara el manuscrito de La forza del destino y yo me quedé maravillado. Creo que en Cuba no hay prácticamente una obra como ésta, que se encuentra incluso al nivel de Lezama. Es una obra brillante y, por supuesto, hice un dictamen muy favorable sobre ella. Más tarde, Julieta me habló, me agradeció y pude comer con ella, conocerla más. Tuvimos una breve —pues estaba en la etapa final de su vida— pero bonita amistad.
—ECP: ¿Y me puedes, finalmente, hablar de este último libro que te encuentras actualmente escribiendo?
—MC: Lo cierto es que yo nunca he dejado de escribir. En mi adolescencia y en mi juventud escribí poemas malos y luego realicé algunos cuentos también malos y a partir de Brumario hice de la literatura un trabajo con mucha dedicación pues, como te dije, estuve mucho tiempo escribiendo este libro. Sin embargo, Oasis la escribí en tan sólo dos meses puesto que ya tenía la pluma suelta. Más tarde, hice mucho periodismo y también crítica literaria, que es algo en lo que me he mantenido activo durante mucho tiempo, puesto que creo que es un ejercicio de comunicación y en el que uno manifiesta también su capacidad de escribir. Por tanto, desde que escribí Oasis hace muchísimos años, tenía la idea de realizar una novela alrededor de Marx pero, de nuevo, con la intención de desmitificar al personaje [...] Los estudiosos de Marx hablan del Marx joven y del Marx maduro, y contraponen a ambos. Por tanto, decidí escribir esta novela que, originalmente, se llamaba Amanecer —ahora tiene otro nombre— porque se centra en el momento en que Marx, a los 25 años, se casa con una aristócrata, Jennifer von Westphalen, y le ofrecen un trabajo en París en 1844 como redactor de una revista. Él es un joven radical pero todavía no es un comunista. Llega a París y se encuentra con el movimiento de lo que él llamó socialismo utópico —pensadores como Fourier o Saint-Simon, que están planteando la idea del socialismo— que él todavía no había manejado hasta ese momento. A su vez, se encuentra con anarquistas como Bakunin y Proudhom, que también están planteando ideas revolucionarias, con el movimiento obrero que él no había percibido hasta entonces en Alemania, con los grandes autores de la economía clásica inglesa y, a su vez, con el mundo romántico de París donde están el poeta Heinrich Heine, que es su amigo, George Sand, Chopin, List o Delacroix. En fin, es el momento cumbre del Romanticismo y el contacto con ese ambiente de ese joven que llega a París recién casado y a punto de tener una hija, es el mundo en el que centro esta novela que me ha llevado cuatro o cinco años terminarla. Lo cierto es que he debido estudiar muchísimo para poder reconstruir toda esta época. Y ahora mismo se llama Amanecer o Todo comienza en París, mi querido Karl Marx.
—ECP: Por último, ¿cuál es el escritor español actual que más te interesa?
—MC: Arturo Pérez Reverte. Tiene una obra, El pintor de batallas, que me parece de una calidad sorprendente. De veras.

Esta entrevista se ha realizado gracias a la concesión de una beca posdoctoral por parte de la Fundación Séneca de Murcia (España) para el desarrollo de una investigación sobre narrativa mexicana del siglo XX, centrada en Sergio Pitol.

lunes, 24 de marzo de 2008

De los números a las letras

De los números a las letras / Miguel Cossío Woodward Por Pedro Rendón López
Publicado en ComunidadIbero, Revista quincenal de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México, Nueva Época, Número 47, 3 de marzo, 2008 (*)

Siempre quiso dedicarse a la promoción de la cultura y a la literatura en particular, aunque sus dos licenciaturas son en Economía y Ciencias Sociales. Su primera novela, escrita a los 24 años –y que todavía considera imperfecta en muchos sentidos–, le dio a conocer en el mundo cultural cubano y de otros países. Sacchario, historia que versa sobre la zafra azucarera y en la que quiso innovar en el lenguaje –le puso el nombre científico de la caña de azúcar–, obtuvo en 1970 el Premio Internacional de Novela Casa de las Américas. Éste fue el impulso que permitió a Miguel Darío Cossío Woodward, académico del Departamento de Letras, actualmente con un doctorado en Letras Modernas en la Ibero, seguir escribiendo y trabajando en su vocación verdadera, la literatura.
Pero el éxito de Sacchario le hizo demorar bastante tiempo en publicar su segunda novela, Brumario -sobre la crisis de los misiles en 1962–, la cual considera un poco mejor que la anterior y que fue llevada a la pantalla grande con el nombre de Tiempo de amar por su amigo Enrique Pineda, laureado director de cine cubano con quien escribió el guión.
Trabajó varios años en el sector de la economía y más tarde en el cultural de su país para atender las editoriales y en las áreas de derechos de autor. Asístió a congresos de libros y a conferencias internacionales sobre la promoción de la cultura, que le enriquecieron y le permitieron tener una visión mucho más universal. En Cuba desempeñó en diversas ocasiones el papel de jurado en concursos literarios, función que ejerció con cuidado al tratar de ser objetivo y soslayar los gustos propios para valorar las virtudes ajenas y encontrar a su vez los defectos o las limitaciones que puedan tener los textos, sin dejar de apreciar y considerar el trabajo de un autor que se empeñó en producir un escrito.
Cubano de nacimiento –primera generación–, pero con ascendencia mexicana –por abuelo, madre, tío y familia–, varios años se encargó, como diplomático, de la promoción cultural e intercambios académicos entre Cuba y México. Al terminar esta labor decidió quedarse en México para dedicarse a lo que a su modo de ver debe ser la promoción de la literatura, momento en que surgió la oportunidad de ingresar a la Ibero.
En la UIA, además de sus cursos regulares, se ha dedicado también a la promoción, organización y desarrollo de talleres de creación literaria, donde ha contado con un número significativo de personas que aman la literatura, escriben libros, publican y han obtenido premios.
Desde hace muchos años se ha dedicado asimismo a la crítica literaria latinoamericana en general, y en particular de los libros y autores más importantes de la literatura cubana del siglo XX –sobre los cuales ha brindado conferencias alrededor del mundo-, como Alejo Carpentier, Guillermo Cabrera Infante o José Lezama Lima, y otros más contemporáneos como Antonio Benítez Rojo y Eliseo Alberto.
Como otros grandes de la literatura, Cossío ha dejado plasmadas sus palabras en los periódicos, desde la trinchera de un Granma de Cuba, Le Monde Diplomatique de Francia o Reforma de México, en éste como colaborador frecuente del suplemento Hoja por hoja, con “pequeños ensayos que uno debe hacer por el aprecio a la profesión periodística y el cuidado de decir las cosas de la manera más interesante para los lectores, si esto es posible”.

(*) Se han moderado e introducido pequeñas correciones al texto original. No se incluyen las fotos del reportaje.

lunes, 17 de marzo de 2008

Osvaldo Navarro

Osvaldo Navarro
La muerte llega, salvaje, traicionera y cruel. De un zarpazo, el pasado jueves 7 de febrero se llevó a mi amigo Osvaldo Navarro, poeta, novelista y una de las almas más puras del exilio cubano. Fue todo repentino y rápido, me dijo Elena Tamargo, la mujer –también poeta- con quien estuvo casado durante treinta agitados años, compartidos entre Cuba, la Unión Soviética, México, Miami y de nuevo aquí, donde terminaron sus días de creación y angustia. Sus cenizas quedaron, provisionalmente creo, en un cementerio de Miami, hasta que finalmente vuelvan, en un día no tan lejano, a la tierra natal que tanto amó, con la admiración y el reconocimiento de todos los cubanos. Habrá allá en la isla, como en el exilio, el homenaje y la gloria para quien sin duda fue el poeta más notable de toda una generación dispersa por la tormenta social y el dolor de los tiempos.
Osvaldo Navarro era un guajiro de corazón indócil y entrega absoluta a la nobleza del mundo. Casi un niño, se enroló en la causa de una revolución que prometía hacer de su patria el paraiso del hombre. Estuvo entonces dispuesto a morir en un absurdo holocausto nuclear, por una falsa ilusión en la que, como tantos, creyó con honradez. Pero, más que un soldado, él llevaba en la frente la marca ardiente del artista, y tenía en la garganta la voz profunda y el canto popular de la cubanía. Desde joven, enamorado del amor y entregado a la lírica existencial, publicó varios libros de poemas, entre los cuales brillan las formidables décimas de Xabaneras (1996), obra que, bajo la advocación de Martí, refulge con una impresionante luz propia: “Aquí se ve que te vas /por el bultico en los hombros. /Una montaña de escombros /es lo que dejas detrás. /Hundido en tu madre estás/ para cubrirte del frío. /Queda un espacio vacío /para un fotógrafo ignoto. /Quién hará por mí esa foto /donde te abrazo hijo mío”. Era ya el duro trance del exilio, un dolor del que nunca pudo librarse.
Osvaldo conoció y sufrió inmensamente el engaño del mundo. Se entregó primero a la utopía, y puso la vida misma en la bandera del sueño. Pero nadie como él pudo describir mejor la tragedia del desencanto. Fue capaz de enterrar el corazón y echar a volar las cenizas de su vana fantasía. Supo morir en la cruz de la memoria; cantar desde la herida que impía lo desgarraba; exponer en verso libre a fariseos; hacer de la palabra un dedo acusador; dejar en un libro el alma triste y la ilusión perdida; poner por escrito el testimonio de una fallida aventura a la que entregó, sin vacilar, la entraña tibia, el ojo palpitante y las manos limpias del trabajo noble.
Sólo un poeta como Osvaldo Navarro pudo hacernos temblar con una novela como Hijos de Saturno (2002), mostrarnos los abismos del discurso político, la naturaleza oscura de una retórica que finalmente estaba vacía, destinada a disimular –cual sepulcro blanqueado- la osamenta podrida de un sistema falaz. Sólo Osvaldo pudo narrar desde dentro el problema crucial de millones de cubanos que, habiéndolo dado todo por una revolución supuestamente redentora y justa, terminaron por comprender que fueron hábilmente manipulados, usados como piezas de un aberrante ajedrez del Poder. Ése es el drama que enfrentó Navarro, hijo legítimo de Saturno, a quien un profeta mendaz trató de hacerle creer que la justicia era imposible sin la violencia; y el sacrificio eterno debía ser el destino eterno del socialismo eterno.
Como novelista, Osvaldo alcanzó su mayor registro en Hijos de Saturno, una obra que cuenta la historia de esa historia que todavía no termina y que acaso nadie podrá contar en toda su dimensión humana. Escrita con sangre, y probablemente con lágrimas, como siempre ocurre a quien mucho ha amado y dado de sí, la novela narra la vida del comandante Eustaquio de la Peña, un hombre que luchó primero contra una dictadura y terminó contribuyendo, sin saberlo, al establecimiento de otra dictadura. A través de este personaje llano y al mismo tiempo complejo, enamorado de la tierra, semental de la mulata Engracia y de la razón esencial de la existencia humana, que es la libertad; por medio de este comandante de la naturaleza, pasa como un relámpago la historia de Cuba, hecha de frustradas esperanzas y notorias traiciones, amarga como la hiel cuando debiera ser tan dulce como la caña y airosa como la palma.
En Eustaquio de la Peña, como en el propio Navarro, en el hombre anónimo y el ciudadano común de nuestro pueblo, se resume la tragedia del verdadero héroe, del individuo sencillo que una mañana quiso levantar el sol, sembrar la paz, cosechar los sueños, construir no tanto el paraíso imposible, sino la patria digna donde todos trabajen y ninguno se crea para siempre el jefe. Aquel personaje es simbólico y sin embargo real, verosímil, doloroso, hecho de tantos hombres y mujeres que creyeron firmemente en la utopía y de repente se preguntan, asombrados de su propia culpa, cómo fue posible tanto engaño, tamaña apostasía, semejante tolerancia a un espurio Saturno cuya voracidad se fue tragando, uno a uno, a los hijos que nacieron de la fe y desnudos se flagelan ante todos. Osvaldo Navarro logró penetrar el punto neurálgico de más de una generación victimada por la más grande estafa ideológica del siglo veinte en América Latina. Porque sólo el poeta mira y compadece el alma de los engañados, y con la pluma de angustias escribe, recuerda y recrea los nombres triturados de la quimera arruinada.
Todo era Cuba para este hombre sencillo, depresivo y dulce, transido por la tragedia y la ausencia del suelo donde plantó los sonetos y hacia donde miraba en todo momento su obra de horror y nostalgia. Todo estaba allá, donde el poeta abrió los ojos y pensó que no había nada más hermoso en el mundo; el lugar en el que aprendió el ritmo de la poesía y escribió su primera novela, sobre el Caballo de Mayaguara, personaje también de trágico fin. Todo era por Cuba, para Cuba, porque Osvaldo nunca renegó, sino que siempre reivindicó sus raíces, jamás olvidó el paisaje, ni al amigo, ni al cruel que le arrancó el corazón con que hasta hace poco vivió.
Pronto se publicarán otros libros suyos, ahora póstumos, siempre vitales, tanto de poesía como de ensayo, en particular Las paces con Martí, un texto que generosamente me hizo llegar unos meses atrás. Quedan en mi corazón sus obras, el recuerdo imperecedero de su bonhomía, el sabor del ajíaco insuperable que cocinó algunas tardes de abril aquí, en el Desierto de los Leones, tan lejos de allá, donde entre la amistad, el ron y los versos reconstruíamos un pedazo de la isla sagrada. Todo seguirá existiendo, aún en la desolación de su ausencia física, porque Osvaldo Navarro cumplió con la obra de la vida. Adios, querido amigo. Honor a quien honor merece.

Marzo de 2008